Por Haylenis Fajardo Guerra.
El hombre de olivo sabemos quien es; el que está a cuadros es mi papá, en una visita del primero en
la que debió rendir cuentas sobre la producción agrícola de ese año. Era
ingeniero. No político. Fue desde su humildad, majestuoso. Las mejores lecciones
de Matemática, Física y Química, las recibí de él. Las mejores de honestidad,
sacrificio y justicia, también. Durante toda su vida dirigió empresas que
pusieron a prueba su ingenio y grandeza.
Cinco años
después de su muerte, visité uno de los lugares que ayudó a construir mi viejo en
Contramaestre. Me recibió un señor muy delgado al que debía entregarle mi carné
para poder acceder al sitio. Sus ojos saltaban continuamente entre la identidad
y mi rostro. Lo sospecho, parecía decirme, “los mismos cachetes, el mismo
temple”, sonreí y continué.
Dos horas después,
a mi salida, ese señor, con 6to grado de escolaridad, mientras intentaba
devolverme mi pase de entrada, con manos temblorosas y voz rajada dijo: “tú papá
fue mi amigo; era un caballo; no pasó un día sin que apretara mi mano y
preguntara por mi familia; tampoco faltó cuando mi mujer tuvo cáncer...” No
pude responder. Nunca más regresé allí.
Cuando pasaba sus
50, mi
padre decidió ir de misión a Venezuela;
no porque se dejara edulcorar por la pesadilla de estar lejos de su única
riqueza, ni porque confundiera Internacionalismo con economía, sino porque se descubrió
indefenso ante su vejez indetenible. Murió allí, lejos de mi abrazo, de los
ojos de mis hermanas, del insustituible amor de sus nietos y de los besos de mi
madre.
No culpo a nadie,
una parte de mi cree en la predestinación. Él creyó y murió lejos de todo lo
que amaba intentando proveerse asimismo y a los suyos, de lo que trabajando una
vida entera no pudo conseguir. Podemos llamarle Internacionalismo, pero para mí
se llama AUSENCIA.
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