Por Arnoldo Fernández Verdecia
Un día como hoy, hace dos años, pensé que el mundo me caería encima, pues yo creía que el mundo era mi trabajo como periodista en una emisora municipal del oriente de Cuba, donde había laborado por más de 16 años.
Yo entendía, obstinadamente, que no se podía vivir sin aquel trabajo, sin la edificación donde permanecía ocho horas diarias de mi existencia, incluso sábados y domingos, porque lo primero eran los oyentes, los ínternautas, la verdad. Creía que el ombligo del mundo era lo que hacíamos; incluso imaginé que me retiraría allí.
Era tanta mi ingenuidad, pero tanta, que el día que me vi fuera me costó aceptarlo; casi me vuelvo loco, porque una burocracia ideológica, dogmática, ciega, enferma de un localismo estrecho, difamó sobre mí por todos los cuatro puntos cardinales. Llegó a decir que era un connotado contrarrevolucionario; presentó fotos a mis antiguos compañeros como evidencias irrefutables de mi herejía a la Patria. Yo era un peligro, así lo comunicó el caudillo de aquella locura increíble a los trabajadores.
Con mi dignidad intacta salí a lo desconocido, no podía pensar de otra manera porque nunca hice nada contra el sistema, -ni lo he hecho después-; sencillamente traté de ser consecuente con los valores morales en los que me había formado mi familia, junto a maestros y profesores inolvidables; pero esos saberes no eran necesarios, ni valorados en mi “centro de trabajo”; la burocracia ideológica de allí, atragantada con un localismo informativo indigerible, no admitía verdades, por muy objetivas y honestas que fueran. Había que estar bien con el inmortal. Salir de esos límites era la hoguera y fui quemado.
No había defraudado a nadie, moralmente hablando, pero la burocracia ideológica hacía varios años me acosaba con una censura insoportable, todos mis escritos, mis trabajos periodísticos eran revisados y cuestionados ácidamente; en pocas palabras, pretendían desarmar mi rebeldía ante lo que yo creía incorrecto.
Me llevaron a tantos juicios ideológicos, a tantos, pero tantos, que salía de aquellas purgas cerebrales con inmensos dolores de cabeza. Podía haber optado por la comodidad de rendirle culto a la burocracia ideológica y su adalid en aquel trabajo, pero la decencia tiene un precio alto y es preciso vivir con honor, así que me fui sin mirar atrás, convencido de que no podía volver a un sitio donde me habían sucedido cosas abominables en términos espirituales.
Al principio quise buscar trabajo, me acerqué a muchas entidades en las que podía ser útil por mi currículo y las destrezas aprendidas en más de 27 años de entrega incondicional al sistema. Un título de oro y una maestría en ciencias sociales las consideraba mis principales atributos, además de mis libros publicados, los reconocimientos recibidos, los honores que distinguían mi vida profesional; pero no, ninguna puerta se abrió, ninguna y he tenido que vivir discriminado en mi pueblo natal, difamado a mis espaldas, censurado en los medios públicos del municipio, en fin, dejé de existir para una nomenclatura ideológica que no investiga, no contrasta, no verifica y acepta opiniones manipuladas, para dejar a una persona desarmada moralmente ante la res pública de la tierra donde construyó su existencia.
Gracias a DIOS y al AMOR, no me ha faltado nunca un plato de comida y no he tenido que negociar mis ideas con ningún cacicucho de abultado estómago para sobrevivir. Alguien llamó a eso falso orgullo, yo lo llamo: DIGNIDAD, ese es el socialismo en el que yo creo.
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