Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Comía huesos en todas las casas del barrio. Recorría la candonga en busca de sobras. Bajaba el farallón tras cualquier cosa para comer. ¡Una lucha diaria por sobrevivir!
Tenía 15 años, era un abuelo. Me dolía tanto verlo en su vagabundeo cotidiano, que empecé a darle de vez en cuando alimentos. Él comprendió enseguida mi amor y me premiaba con ladridos.
Un día llegaron intensos aguaceros y no dudó ni un segundo en establecerse en mí portal y pasarlos allí. Nunca le faltó, en todo ese tiempo, un trozo de tela limpia donde echarse, agua y comida. Dormía al lado de la ventana de mi cuarto. A veces, asustado, temía abrir la ventana y no verlo , pero siempre ahí, leal, seguro.
Un día desapareció y salí a buscarlo por todo el barrio, creí que le había pasado algo malo, pero no, se había ido a sus aventuras de sobreviviente noctámbulo que recorría el pueblo en busca de cualquier cosa para comer. Dos días en ese deambular y una tarde llegó, al escuchar mi voz, al sentir mis caricias, lloraba como el perro sensible que era. Ese día abrí la puerta de la casa y lo invité a entrar, a quedarse y él aceptó. Lleva un año conmigo.
Cuando lo acaricio y le hablo llora infinitamente y me lame las manos, los brazos, el cuerpo todo. Adora mis caricias, mis palabras.
Todos los días, mientras como, espera su regalo, espera sin golosear, tiene la certeza de que al pararme de la mesa, su boca recibirá algo sabroso.
Ya no ve. Lo guío con mis palabras, construimos un lenguaje que es su luz. Con esa luz sus ojos ven. Un año a mi lado es poco, suficiente para él convertirme en su dios.
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