Jorge Labañino Legrá
La lectura como un acto mítico engendra sus liturgias y ritos. Muchos no van a la cama hasta después de escarbar entre el manojo de hojas la espesura del sueño. Otros, en cambio, anticipan al desayuno la sed por la palabra escrita.
El modo en que el lector se coloca ante el libro es siempre una voluntad ceremonial ante lo que asume como sagrado.
Alejo Carpentier consideraba importante llevar a cuestas dos libros: uno al que pudiera echar mano para leer a saltos en aquellos instantes que surgían fugaces mientras esperaba o iba de viaje. El segundo era un libro más extenso y complejo, que demandaba mayor concentración, y por lo tanto más tiempo.
De Hemingway ya conocemos su viciosa costumbre de escribir y leer casi siempre de pie y con el texto reposado sobre un atril, sin tolerar importunios.
Siempre admiro, como un rasgo cubanísimo en Virgilio Piñera, esa jaba de libros con la que aparecía en su casa anunciando, mientras la mostraba, que no finalizaría la semana sin haberlo consumido todo.
También el inmenso Lezama nos testó el Curso Délfico, método de lectura condimentado en sus experiencias de degustador profundo de la literatura, orientado a convertir la relación con el texto en un proto-rito creador. Cuentan que cuando los cursantes salían de la casa del Gordo de Trocadero, con los libros que el poeta les prestaba para su iniciación, solía decirles: “Se van con un poco de cultura sobacal”.
La lectura lleva en sí la magia que nos redime, un movimiento dentro del alma que nos transfigura. Ciorán, el pensador francés lo ha dicho de otra manera: “si no fuera por los libros, quizás hoy fuera un asesino en serie”.
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