Perros estanford comieron rostros malagradecidos. |
Esta historia es pura ficción.Tal como la cuentan la escribo.
Enamorarse es normal en una isla del Caribe llamada Cuba, pero si es un peso completo, uno de los cónyuges, la cosa no es igual. La muchacha, criada en ambientes capitalinos con todos los gustos satisfechos por su padre; el muchacho, nacido en Oriente con una mano delante y otra atrás. Se encontraron por accidente en un cafetería, ella, cansada de la soledad en que vivía; gustaba irse a la calle a rumiar sus penas disfrazada de cubana de a pie. El llegó, mochila al hombro, narrando aventuras. Desde la primera hasta la última palabra la imantaban. Aquel ejemplar pintado de negro por el sol de Santiago era irresistiblemente atractivo. No dudó en acercarse, ofrecerle una copa. Luego lo llevó a su casa, comieron juntos y terminaron enlazados en la cama. Todo el tiempo el lazo sexual los tenía enjaulados en unos deseos que nunca terminaron. Pero él tenía un sueño, quería ser marinero mercante, ella no dudó en complacerlo, habló con su padre y en un abrir y cerrar de ojos, el muchacho cursó la carrera de oficial de marina mercante. Al graduarse, recorrió muchos lugares del planeta, casi no paraba en la isla, la muchacha no resistía la ausencia. Un día, madre y hermano del amado santiaguero se aparecieron en casa de la chica, empezaron a adueñarse de todo. Habló con su padre, argumentó razones, pero temía herir a su hombre. Entonces sucedió lo peor, pretendieron dividirle el hogar, ella reclamó con energía e intentaron golpearla, pero sus perros estanford comieron aquellos rostros malagradecidos. Llamó a su padre, informó lo sucedido. Veré que puedo hacer, dijo el viejo. Hizo unas llamadas y enseguida apareció una ambulancia, recogieron los cuerpos sin vida, los mandaron de regreso a Oriente. Nunca más se supo de ellos. Al regresar el amor de su vida le contó todo; muy herido se fue sin decir palabra. Atrás quedaron sus maletas sin abrir. La muchacha intentó retenerlo, pero no tenía suficientes razones para aliviar su dolor. Pasaron los años y el marinero no volvió, supo de buena tinta de su residencia definitiva en Portugal. Las maletas siguieron como mismo las había dejado; creía ingenuamente que su marino volvería y se pondría muy bravo si ella registraba las pertenencias. Era tanto su amor por el pintado de sol, que no entregó su cuerpo a más nadie en la vida. Dicen las malas lenguas, que juró amar únicamente a su marinero mercante.
Enelba Marrero: Muy bonita historia pero muy triste.
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