Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Al cubano le importa saber del licor fermentado más allá de los mares
del norte revuelto y brutal. No está
para catecismos. No tiene reyes en el pecho. Ya no le arrancan lágrimas los
melodramas. Cierra los ojos. Busca algo que no llega y siente; alguien dijo:
“el camino de Dios”. En la confusión unos tambores le asustan. Alguien dice a
su oído que Julio César cortó la cabeza a los traidores; entonces recuerda a
los que aprendieron a volar, a no
envenenarse con el rastro de los bisontes y
ve pasar las bijiritas del Caney, el fino encaje del Contramaestre. A
ese mismo cubano le importa saber cómo son los estrechos; nunca ha visto
ninguno. Habla en el parque Jesús Rabí de un glaciar que unirá los mares,
quizás un terremoto, un tsunami. Tal vez vuelva a los continentes, dice otro
cubano, quizás olvide el trauma de Carpentier y su malograda novela de la
revolución, riposta un escritor. Tal vez
cace osos en Siberia, -piensa el primero-, hasta probablemente coma ternera valenciana;
pero de seguro tendrá un arbolillo de navidad, comerá manzanas; y sobre todas las cosas, escribirá libros de
cocina que recuerden la harina de maíz con leche, tan valorada por el paladar de su madre vieja. Cada día, asegura el escritor, se irá a la cama
temprano y olvidará aquellas canciones antológicas, donde todos decían lágrimas
negras a coro y terminaban hablando de abundancia en la mesa, mujeres amadas y
rones baratos en los mercados del pueblo.
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