Cuando yo tenía 17 años. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Cualquier
parecido con la realidad es pura ficción.
“¡La guagua de los nuevos reclutas!
¡Jajajajaja!. Míralos con el pelito
largo. ¡Qué bigotitos más chulos!
¡Jajajajaja!.”. Parecía que habíamos llegado al reino de los jodedores. Eran la
gente del Llamado 24 en pleno vacile.
Descendimos. Un mono de trapo con una soga al cuello apareció sobre un pasillo
del cuartel que nos recibió. “Nuevecitos; ahórquense...”, nos decían con sorna;
se creían los cheches, caminaban con el hombro derecho caído y las gorras las
usaban viradas a un lado. Pasamos toda la mañana tirados en el suelo; nadie se
fijó en nosotros, excepto los guardias viejos que seguían con el bonche. “Vamos
a ver cuál es maricón, al apretar la cosa salen como hormigas, eso no falla”.
“¡Blanquitos flojos!”, dice un negrón musculoso y muestra su enorme rabo.
“¡Pronto comeré sus culitos y lavarán mis calzoncillos!”. Sonaron dos
campanazos (¡Bommmm!, ¡bommmm!). “Debe ser la merienda”. “Arriba guardias, a
formar”, dice un tenientito negro que muestra un casquillo en uno de sus
dientes. Somos los últimos en pasar. Volvemos al mismo pasillo hasta la hora de
la comida. Se repite el campanazo una y otra vez para todas las cosas
(¡Bommmm!, ¡bommmm!) y aquello se vuelve un reloj que no camina. Me dio por
pensar en las mujeres que tuve a ver si el tiempo se movía. Por mi mente
pasaron Pili, Magalis, la profesora de Historia, ¡aaaaaahhhhhhhhh la
profesora...! “Qué estará haciendo; seguro un tipo se la tira a esta hora y le
dice lo mismo que a mí”. Desde el Polígono de infantería alguien nos grita:
“¡Nuevos, a formar! A partir de este momento son guardias de esta unidad. ¡Es
una vida de cojones! Mañana los van a pelar al rape. Se afeitan ya”. De allí
salimos y nos metieron en una ropa que alguien dijo era china y nos mandaron
todos los días para el terreno como decían los jefes, a recibir táctica,
marchas mixtas, campo de tiro, guardias
nocturnas, retenes, etc. Los días de semana se iban rápido. Lo malo era
el fin; las únicas opciones que teníamos era irnos a un cañaveral, al río, al
43, al 15, o batirnos una paja y luchar todas las comidas posibles, porque el
hambre nos doblaba. Si había cerveza en el pueblo cercano, llegarnos y vacilar,
siempre con mucho cuidado, pues los de Prevención (boinirojos le decíamos a los
nos vigilaban siempre), andaban como tigres dándole caza a los siete pesos como
nosotros. La infantería me tenía jodido. Odiábamos a los sargentos
instructores. Hijoeputas, se la pasaban dando infantería, se hacían los bestias
y eran tremendos pendejos. “Firmes. Derecha. Izquierda. Media derecha.
Izquierda. Izquierda. Media derecha. Derecha. Todo guardia debe conocer y
respetar el Reglamento”. Nos castigaban por cualquier mierda: Elsido, 100
viejitas por llegar tarde a formación; Matellán, 30 vueltas al Polígono por uso
incorrecto del uniforme; Ulises, a lavar baños por reírte”. Al principio nos cogieron la baja, pero
cuando nos enteramos que eran unas putas, nunca más pudieron. “Fulano, tantas
viejitas”. “Vete a la mierda sargento; méteme preso si te da la gana; me tocan
los cojones tus palabritas mima; coge los cordones so puta; chivato; toma el
sambrán mami”, le decíamos y virábamos la boca como el teniente del casquillo.
Una vez caí en un calabozo siete días por fugarme. Me quitaron todas las
prendas de vestir. Tuve que ponerme una cosa extraña con un olor a guardado de
mil demonios. Me mortificaban diciéndome que habían avisado al jefe para que
viniera a buscarme. Era mentira. La fetidez del calabozo se me metió hasta los
huesos, la ropa. La piel tomó un pálido añejo…Lo único bueno que me pasó en el
Verde (así le decíamos al Servicio Obligatorio) fue Raiza, una muchacha del
primer llamado voluntario de mujeres. La vi una tarde entre el montón de muchachas
y decidí fajarle, me correspondió con una sonrisa, era la única blanca,
arrastraba la r. Nos encontramos en la noche, le hablé de amores, me respondió
que sí. La abracé como un loco, el tolete se me partía de lo erguido. Me dijo,
“no te apures, lo haremos más tarde. Busca un lugar”; le respondí: “Ya lo tengo”. Fuimos a la turbina donde dormía el Oso, -así
le decíamos a Manolo, un socio del barrio-, en su cama lo hicimos muchas veces.
“Siempre debería ser así”, me decía cada vez que lo hacíamos. Pero Raiza quería subir a las estrellas. Un
día la vi junto al Tte coronel Leveque,
desapareció en una de las oficinas;
molesto le dije: “Qué mal gusto tienes hija”, me respondió: “Dentro de
unos meses te vas y sigo con esta vida.”
Los socios se burlan de mí por tarrú. “Te dejó por un oficialazo. La tipa
quiere estrellas, eres un siete pesos. Esas mujeres quieren el cielo men”.
Raiza, quien lo iba a decir, tan delicada, arrastrando la r, su perfume bebito,
el talco en las axilas... Me pasé el resto del tiempo solo. Las del servicio
voluntario no querían siete pesos como yo.
Un día me encontré a Raiza y me
dijo, “nunca Leveque me ha templado como
tú”, “Pero déjalo mujer”, -le dije-. “No
puedo, y sabes porqué”. Le respondí que no estaría más con ella. Decidí
borrarla para siempre y seguí adelante. Se fue un año de mi vida…Meses después
una noticia me colmó de alegría. “¡Llegó la blanca!”, decían todos a coro y se
abrazaban, se daban hasta besos y corrían por el Polígono dando gritos como
locos. Tomé aquel sobre blanco y me uní al coro de locos; corrí mucho; grité;
hasta unos cañambrazos de un licor extraño me di. Vivíamos el día 21 de julio
de 1989. “¡Cuantos días he rayado en el
almanaque! ¡Dios mío…!” Del Polígono salimos en unos Gaz 64 (camiones de
carga rusos) a nuestros municipios.
Atrás quedaba la unidad militar donde nuestra adolescencia maduró en menos
tiempo de lo que canta un gallo. Los rones movían las palabras. Cantábamos
"Lágrimas negras" a coro. Caminamos sin temor las calles de Palma Soriano donde
tantas veces tuvimos que correr huyéndole a los boinirojo. “¡Qué se atrevan
ahora!, ¡qué se atrevan!, ¡somos civilotes cojone! ¡Nunca más siete pesos!”, gritábamos bien
alto para que todo Palma nos pudiera
oír.
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