Junto al Corazón de Cuba que late bajo esta tierra. |
Cada semana llega hasta el cementerio de Remanganaguas, allí está su papá, dos hermanos y una sobrina; no ha resistido el espíritu de soledad dejado por el viejo al marcharse. Toma un camión en Contramaestre y por casi media hora va hacia él, conversa bajo una sombra de algarrobo y cree tener un destino, cuando sabe que su matrimonio es tan incierto como su vida misma. Regresa cerca del mediodía. Atrás, polvo, pastizales secos y un río que no corre; pero al menos existe un José Martí, tan real y vivo en el corazón y en los oídos, que cada Día de los padres tiene el deber de ir hasta su Obelisco y ponerle un ramo de rosas. Ella sabe que descansará muy pronto allí, por eso piensa en la Bandera de la estrella solitaria que ondea al compás del viento; en el concierto ofrecido por un sinsonte cada mañana a la ciudad dormida. Sabe que es cuestión de horas, quizás minutos, pero tendrá que venir a su Remanganaguas de la soledad, acostar el cuerpo en una tumba fría e imaginar que su amor anónimo acudirá cada semana a escuchar el corazón de su Apóstol y ponerle sus flores blancas. Nubarrones anuncian el final, pero tiene la esperanza todavía de verlo y pedirle más días para vivir el amor negado por un matrimonio de años, que la encastilló en rutinas y prejuicios. El camión llega al destino fijado; entonces vuelve a lo real; la costura en su vientre recuerda que el fenómeno puede estar ahí, vivo, amenazante, sabe a ciencia cierta las dos opciones. Camina hacia el ocaso. La muerte es casi una verdad. Tiene la seguridad de que más allá de todo, su Apóstol estará con ella cada semana y recibirá flores blancas, conversaciones y mucho amor, como mismo lo hacía cuando iba en peregrinación a sentir el palpitar de un país o el Día de los padres a llevarle sus rosas preferidas.
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