Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Al
cobrar mi salario del mes, fui hasta uno de los carretilleros de mi pueblo;
tenía fama de hombre serio; así que pedí tres libras de frijoles cabriolet. Los
sacos estaban a la vista, pero tomó tres bolsitas de polietileno con el grano y
guardó mis sesenta pesos, tan nacionales, como la misma Bandera que tanto amo. Mi
instinto se despertó con agudeza, algo decía que aquello no estaba bien, no
tenían el peso indicado. Muy dentro de mí, me sentía estafado, entonces recorrí
los sitios donde están desplegados los carretilleros. La misma película que
había vivido con el que yo creía “hombre serio”, se exhibía en todos. Pregunté
a algunos quién garantizaba la seguridad del cliente al comprarle sus frijoles.
La mayoría dijo, “compadre, si quieres compra, de lo contrario no critiques.
Cada uno lucha a su manera”. Ya la
certeza iba conmigo, mi conciencia enfebrecida quería hacer algo, pero a quién
acudir, ¿a los inspectores?, -si es una práctica compartida por todos los
carretilleros-, ¿a la dirección de comercio?, si la queja se archiva en una
hoja y va a una gaveta donde se olvida para siempre. ¿Qué hacer entonces? Un
colega cercano, hace un par de años, cuando la libra andaba en 14 y era pesada
en una romana, hizo un comentario titulado “¿Cuánto cuesta un potaje de frijoles
colorados?”; los números allí eran de alerta. Han pasado un par de años y las
estadísticas ahora son de alarma. De 14 pesos que costaba la libra, ahora manda
el 20, pero ya ni siquiera se acerca a esa cantidad, ahora es media, o tres
cuarto. Lo triste es que los carretilleros siguen vendiendo sin que nadie supervise sus
productos. La defensa en la que se escudan es que compran muy caro y tienen que
sacar el costo. Al interrogar a varios campesinos, productores de frijoles, la
mayoría reconoció venderlos al por mayor, a un precio de diez pesos; entonces: ¿Cuánto
gana el carretillero? Seguimos interrogando y ellos tienen otros argumentos: “Yo
pago patente y seguridad social. Todos los meses lo primero que hago es eso.
Además, debo pagar su transportación”. Pero la pregunta que me hago, que se
hace el hombre de a pie, tiene el dolor profundo de un bolsillo deprimido: ¿Es
justo que vendan una libra de frijol por veinte pesos, cuando en realidad no es
ese el peso? ¿Quién autorizó su comercialización mediante bolsas de polietileno?
¿Por qué esa estafa en la misma cara de uno? Mientras llega el orden, si es que
se acuerda de venir, el personaje del carretillero sigue ahí, ya no como los
cuadros de Landaluce, sino fijado a las arterias de siempre, metido en sus
falsas bolsitas con el grano y en ese precio tan absurdo de 20 pesos.