Por May Yudith Serrano Mulet
Ay, madre, inmensa sombra… Ay, luz, señora nuestra. ¿Irás algún día tú a ser nuestra madre? Postrada estoy ante las dos, sola entre la vida y la muerte. ¿Cuándo, decidme tú, luz, cuándo seréis las dos una sola?
María Zambrano “La tumba de Antígona"
Existe algo de caprichoso y superficial en la manera en que la cultura occidental ha abordado generalmente el Ser de la mujer. El lenguaje de las ciencias y las artes la ubica -y ella parece acceder a esta ubicación- constantemente en el terreno de lo otro; de lo extraño, rozando levemente la absurdidad, e incluso confundiéndose con esta. Ante el dilema de elegir entre el estudio concienzudo de esas regiones culturales a que se ha visto adscrita la mujer -echando abajo los constructos biologizantes- o marginarla a la esfera de lo subhumano; no pocos importantes pensadores han elegido la última posibilidad. Cabe aclarar entonces que bajo la perspectiva que nos sitúa en un haber llegado tarde a un mundo ya nombrado y coordenado, es poco menos que imposible obtener de nosotras algo más que una aquiescencia “resignada” bajo la cual late una futura, e incluso póstuma, rebelión.
Quienes se han acercado un poco más a los años de espera de Penélope, al sentido de las palabras de conque la madre de Ulises lo impulsa hacia la luz; se han percatado de que hay esencias no aporéticas en la resistencia femenina, de que el devaneo del tapiz va más allá del simple destejerse nocturno para volver a rehacerse durante el día, de que lo ilógico femenino al analizarse reverente y severamente se nos muestra prelógico o postlógico, más rico en sutilezas que en sofística. Y esto sin considerar la intensidad épica de la femineidad en el ámbito primitivo del cristianismo, en el que la propia aceptación de la gracia derramada resultó mucho más fértil que todas las batallas del Antiguo Testamento, y una genealogía apostólica de madres, hermanas y discípulas enaltecieron la historia de la dignidad femenina.
Marginada de toda trascendencia, tras un período de erráticos balances entre espíritu y alma, en la que a alma correspondió la sujeción; se confinó a la mujer a los espacios limitados del domo, al sitio en que se ubica el hogar que calienta, y por ende, a permanecer; acercándose más a lo mineral y lo vegetal, que a aquella animalidad que queramos o no reconocerlo, es parte indiscutible de los constituyentes humanos. Anclaje y negación de los instintos derivaron en un logos precario y cabizbajo, no exento de ocultamientos previsores de toda derivación que escapase a lo instituido. De ahí el silencio con que se “protegen” muchos de los misterios femeninos.
También nos percatamos de que existe un ethos más estrecho para los que se quedan. Paradójicamente, podemos perdonarle al Ulises que viaja el miedo, los excesos de la lujuria, el error y el homicidio; pero criticamos, de la Penélope que se queda, los argumentos con que salva la vida de su hijo y el reino de la familia. Y es que todavía se pretende que es más heroica u honrosa la cinegética de quien persigue al destino, que la claridad del que prepara los mejores advenimientos con el humilde actuar cotidiano. En esa melodía cotidiana, nunca bien comprendida, en ese ritmo de ascensiones y hundimientos, no en el tiempo convencional de los relojes; se ensimisma la Casa de insomnio de Yulexis Ciudad, casa en que la feminidad se niega a callar sus avatares.
Y es por cierto, uno de los logros mejores de esta “Casa…”, el haber conseguido humanizar la espera –feminizándola y permitiéndole discurrir- otorgándole su angustia, su impaciencia, sus dudas y sus abisales tentaciones. Otro logro, mayor, es hacerla discursar, desenvuelta en parábolas (la muchacha y el parque, la mujer y los barcos de papel, las letras que se mueren, la fuga del hombre y la muerte del perro). En otras palabras: contar la historia que no se le pregunta porque es la historia más temida, esa que narra las nupcias con la absoluta soledad; la soledad que se sabe irremediable porque aúna en el mismo soplo –como el insomnio- lo imperdonable de la vida y de la muerte. No es fortuito que Dulce María Loynaz, portavoz de otra casa derruida y a quien Yulexis toma prestada la cita inicial, haya reclamado como única posesión aquella “pura soledad”.
Por otro lado, si continuamos leyendo, la locuacidad de la casa no niega que sus líquidos sean mudos (nos asomamos a la alberca en que reposa el pájaro), que sus calles estén cerradas –pues cada espacio limitado, repite lo exterior humildemente-, que los ojos del pájaro estén vueltos y opacos como aquellos cenotes de sacrificio maya, que no consiguen reflejar, aún hoy, la verdadera luz solar. La imagen del pájaro se usa para cubrir la piel interna del hogar, donde se mezclan en atinada lógica las plumas y cenizas, porque ciertamente la naturaleza del hogar es doble: es el fuego y el nido. Eficaz juego de desvestimientos que propugna que un interior sólo puede cubrirse con otro interior, y porque el pájaro de esta casa desecha las ventanas, “ya no mira”.
“Casa de insomnio” se abre a la música “La música espera, se detiene lejos”, “el aire con su música en los cordeles”. Ello lo lleva a fundar un tiempo nuevo, que traga y regurgita los tres tiempos comunes. Por un lado el tiempo actual, “tiempo enemigo” que sirve para encender la vida o esconder la luz. Tiempo que no marcha a favor sino en contra del ser en esta casa, pues obliga a elegir entre sensualidad e inmovilidad; dos tipos de resignación que disimulan, en el fondo, la misma ruta gris.
Por otro lado existe el tiempo que podríamos llamar preactual, porque expresa sentidos diferentes al del simple pasado. Si el pasado recoge todos los hechos que fueron y no son, en una suerte de omnisciencia de la memoria, lo preactual es solamente aquello en que se basa el íntimo drama de hoy, “lo que era hierba es mar”, “en sueños se perdieron las luces”, “te asomaste a las columnas de la noche”, “se evaporó una mano”, a lo que se suma la decepción, o la pasmosa muerte de lo que imaginábamos eterno, la conversión de un ser en otro ser, puesto que como se verá, en esta casa no se conciben los vacíos.
El otro tiempo –escaso, pues casi todo el poemario está lleno de presentes- es el de la futuridad “acaso habrá otra vez”, “jamás me atreveré”, la escasez de futuro no asombra si tenemos en cuenta que quien vive en la música tiene al silencio como único heredero. En este tiempo musical, lleno de mecimientos, no parece preciso asimilar la voz del pájaro (voz matinal) a la voz que se abre (nocturnamente, cuando “ya no hay luces abajo”) amenazando con cantar antes de ser cantada; recordando a su madre los peligros de añadir una mínima línea al Libro de la Vida.
La casa del insomnio corrobora cada presencia con su propia sustancia repetida “En el silencio suceden otros silencios”. La propia reiteración del posible hundimiento da la idea de ocupación más o menos densa de los espacios. La autora enfoca el mundo desde el espacio; desde el espacio interno e íntimo, no desde la extensión agónica. Dice “La casa interminable”, no “la casa infinita”, y esa ausencia de términos reitera que hablamos de un mundo sin otredades, doméstico, visto desde una arista de sí mismo.
Nos hallamos entre coordenadas aparentemente apacibles, existe un “arriba” y un “abajo”, la vemos repetir “lo alto”, un “dentro”, un “cerco” y unas “puertas”. La vemos aludir al juego de los peldaños, a la ilusión de las escaleras que pretenden graduar la subida, la vemos negar otro ascenso que el salto de “dentro” a “lo alto”, o hacia el no siempre negativo “hundirse”. Parece decirnos que nadie asciende o desciende normalmente en la Casa de insomnio. El propio insomnio no es un paisaje medianero entre la vigilia y el sueño, sino una intermitencia que los acepta o los niega, según como palpite el dolor –pues aquí el existir es doler- en cada instante.
El contrapunto entre las luces y las sombras colma el poemario. Algo de luz que se sepulta “cuánta luz sepultada”, “cómo sepultar mejor toda luz” o que arremete “muerde la luz”, o la luz que simplemente huye “la luz también me deja”, “se perdieron las luces por un momento”. Con esto llegamos a otra precisión, trazada entre las luces y las sombras, y entre las luces que quedaron abajo y las de arriba, entre el sol y la noche; juego de sombras que reteje el debate del insomnio -de quién se dice técnicamente que puede brotar cuando se nos muere un ser querido, y agudizarse cuando descansamos de día-. El insomne, que no está a gusto con los desvelos de su noche, recibe el día sin alegrías, guiñándole al señorío de la luz; sólo la turbia incontinencia de las tardes le parece festiva; este es el momento que aprovecha una “Mujer de hule”, para soñarse el paraíso entre la música de los tendales.
Como epitafio al dorso de la puerta de entrada, hay en el libro, un mensaje que imita al que situara Dante en las entradas del infierno, “Esto es peor/ que escribir/ sobre viento, / (…) que lamer/ una llaga/ Musgo/ en la madera podrida.” De nuevo se insinúa la presencia del tiempo reclamando sus derechos sobre lo vivo, interrogando sobre la duración del musgo en la madera que se corrompe. De nuevo el “enemigo” midiéndole las horas a la existencia, cuestionándole su futuridad; clavándonos con esa “espina de pez” al relicario abandonado por algún Dios que huye sin darnos señas y al que pedimos sólo “comprender como comprendes al hombre”. La poetisa le ofrece el sacrificio “perder acaso mi barca”, pero este Dios es pura fuga y abandono.
De la fuga del otro se infiere la posibilidad de la propia fuga, apenas un batir de alas y es Ofelia en su angustia, “La mujer de puente”, equilibrista que pretende escaparse del doble, del espejo que confunde su rostro sobre el agua. Suicidio que agujerea la ciclicidad, y en el que se rescatan los impulsos de hurtarle el cuerpo a la pérdida, a esa disminución que nos recuerda Virginia Wolf en el exergo del poema “Como quiera que empieces, siempre acabas con mucho menos”. Mas, comoquiera que lo intente, el olvido arriba antes, confundiendo a la propia voluntad y el rostro que se busca, el propio rostro, ya espera al otro lado, bajo el puente.
Tras esta suerte de demostración por el absurdo, la poetisa avanza, se mueve desde la afirmación dolorosa y excluyente “la luz también me deja”, para luego decir los límites de sí misma “Soy una fronda/ un rayo de luz/ que no cruza el umbral”. Inventa un nuevo espacio para la supervivencia de los insomnes cuando reclama “El mundo se apaga/ y aún estamos vivos” (…)/ aunque seamos una sombra/ sin regreso”.
Finalmente resume la nueva esencia descubierta en la exigencia descarnada de la casa “esta sombra que soy/ y que me sobra”. Menudo grito para quien ha tenido la entereza de retar al vacío convirtiendo su mero aparecerse en rocas, que “se dejan abatir hasta gastar la esencia de sus torsos”. Más bien se habla del orgullo de ser sombra, de sobrarse a sí misma aún en ausencia de la luz, “mi fuerza es el cincel”, escribe, con la suficiencia de una antigua sacerdotisa, en el último poema.
Más que afirmar que es un libro autobiográfico, de lutos y desgarramiento, hay que apuntar que el texto indaga en el sentido femenino de la existencia, visto desde los límites, desde el agotamiento, el hambre, la soledad, la conformidad más dolorosa, el miedo y las ansias. De ahí la complejidad de una indagación que obliga a desdeñar lo maniqueo de las oposiciones muerte/vida, luz/sombra y cuerpo/mente. ¿Conoce la autora del sobrio debatirse de Antígona? Y más que conocer, palabra poco grata a nuestros oídos, ¿no es el insomnio que nuestra autora deslinda –sin llegar a lo que hubiese sido una pueril descripción- semejante al de la heroína de Sófocles, la hija que guía al padre –Edipo ciego-; no es el insomnio de la hermana que se hunde en la tumba en que yacen los restos del hermano, el de la mujer que prefiere la sombra digna de la convicción, a los fatuos esplendores, y que opta por la cercanía de la muerte ante la posibilidad del olvido del alma?.
Asistimos así no sólo a un recorrido poético sino a una trayectoria más significativa de la ética. Se transita desde la confirmación de una fatalidad, desde el desgarramiento que nos pone el ribete de víctimas -hundimiento de Antígona- hasta la confirmación definitiva de la propia fuerza -enamoramiento de Proserpina-. “Gris sobre gris” expone el mejor saldo del poemario, la ganancia de estas confesiones, la utilidad de estos diálogos con el dolor y la decepción, el remedio de Sísifo, el fin del espejo y el comienzo del amor. Ahora nos dice francamente “Amo estas paredes. / Cada grieta firme/ en tiempo de peligro”; y el amor viene como a reintegrarle al tiempo su inocencia, tiempo que ya no es un enemigo sino sólo peligro, algo con lo que hay que tener cuidado mientras se cincelan las paredes de la Casa, casa que ya no sólo nos elige sino que ha sido elegida por nosotros, porque es capaz de erguirse desde todos los grises al blanco del amor.
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