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Así eramos entonces... |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Antes un profesor era alguien
venerado, inspiraba respeto por sus conocimientos, su ejemplo de conducta en la
escuela, el barrio, en la sociedad;
decir profesor, maestro, era algo inmenso. No todos podían serlo, había
que tener sobre todas las cosas vocación, sino la había, entonces era mejor
dedicarse a otra cosa. Al llegar los exámenes uno debía estudiar de verdad, por
los libros básicos y los complementarios, el que se conformaba con los
primeros, era considerado un alumno mediocre, de poco vuelo. Mis profesores me
enseñaron que había que estudiar más allá de lo imprescindible, no querían
cotorras repetidoras de contenidos excesivamente dogmatizados, aspiraban a
formar alumnos creadores, capaces de valorar las cosas e incluso atreverse a formular ideas, conceptos,
análisis profundos. Lo que más feliz nos hacía era sorprender al profesor con
un libro de los que el no había orientado, disfrutábamos de su maestría al convertirse en alumno ante
nuestra sabiduría; podía decirse que
eran clases donde se formaban hombres y mujeres de ideas, capaces de tener una
cosmovisión propia, comunicarla en lo social y defenderla en una conducta
transformadora. Eran los años 1989-1995,
parecía que el mundo imaginado se venía abajo y en verdad era así, siempre
creímos que Rumanía, Hungría, Polonia, Alemania oriental, los llamados países
del Campo Socialista, eran algo intocable, perfecto, lo que sucedía en ellos,
era ejemplo para el resto de la humanidad.
Con la caída del Muro de Berlín, como un castillo de naipes, muchas
cosas se vinieron abajo, entonces comprendimos que en aquellas sociedades había imperfecciones,
caminos oscuros, vimos el fusilamiento del matrimonio de los líderes rumanos,
la distancia enorme que habían sembrado en su relación con el pueblo, la
carestía de la vida; vimos una Alemania
oriental que Honecker se empeñó en defender, pero que en verdad dependía
completamente de la Unión Soviética; vimos a una Polonia que cambió así, sin
darnos mucha cuenta, la Unión Soviética
mudó de sistema como de ropa. Todo aquel imaginario de un socialismo
irreversible, se volvió tan real, que empezaron los teóricos a llamarlo así en
la historiografía, “socialismo real”. No olvido aquellos debates ingenuos,
donde nos empeñábamos en ubicar a los países en una Formación Económico Social
determinada; sino habían pasado por ellas, era señal de estancamiento. Qué
ingenuo éramos entonces. Pero en ese escenario, profesores lúcidos nos
enseñaron a estudiar a Cuba por las obras maestras de la historiografía, a las
personalidades por su obra activa; a los
procesos, a partir de análisis historiográficos concretos; pobre de los que
sólo leían un librillo, el 3 de los 5 posible en la evaluación no había quien se
lo quitara. En las cuestiones del pensamiento
social, íbamos a las escuelas, a los principales representantes, se nos inculcó
un pensamiento crítico, a dudar de todo, antes de convertirlo en un tipo de
forma de la conciencia social. Graduarse con título de oro era algo enorme,
pues te señalaba como una persona con capacidades intelectuales sobresalientes
y había profesores que hacían escuela
atrayendo a alumnos así, para orientarlos al futuro, darle cauces de
luz. Por eso recuerdo a Israel Escalona Chadez, el que me enseñó a leer a José
Martí, desde sus obras, a ampliar mis horizontes en esa materia a partir de la
consulta de bibliografía pasiva; el que nos ponía a desarrollar disertaciones
que nos volvían maceístas o martianos. Eran torneos muy sanos que uno
agradecía. Recuerdo al profesor José Antonio Soto, inmenso en su magisterio de
Historia de la Filosofía,
en el Pensamiento filosófico latinoamericano y cubano; eran verdaderas clases
de un altísimo vuelo, pero comunicadas desde una cubanía que uno agradecía
profundamente. Otros profesores deben
estar en este homenaje, pero menciono únicamente a estos dos maestros, porque
en lo personal me influyeron sustancialmente, con ellos aprendí a venerar el
conocimiento social, a dudar metódicamente de todo, a no aceptar mansedumbres
impuestas por profesores de limitadas lecturas. Ellos me hicieron creer que ser
profesor era algo inmensamente grande. Las coyunturas que vendrían después,
maestros emergentes, profesores valientes, cualquier improvisado en un aula
enseñando, me produjo una profunda depresión. En 1994 leí una novela ejemplar,
“Matarile” es su título. Allí Toño, el personaje principal dice: “Y ahora soy
un profesor. Tengo que creerme que ahora soy un profesor o me muero. O me creo
que me muero y me hago un profesor. Nunca te hagas profesor porque eso es peor
que morirse”. (Matarile, 1993: 116) Los medios arreciaron sus críticas
contra aquello, no hubo emisora de radio
que guardara silencio, todos pedían cuentas al autor, Guillermo Vidal Ortiz;
pero la obra con aguda inteligencia ponía el dedo sobre la llaga y en otro de
sus momentos climáticos, Toño precisa: “Soñé que era profesor y me morí del
susto” (Matarile, 1993: 116) Llegarían después las locuras de enseñar
asignaturas que uno nunca había estudiado, en fin, que hacía falta la integración
y aquello comenzó a hilar fuerte, al extremo que los alumnos se extraviaron en
un laberinto. La duda metódica y el pensamiento crítico se despertaron en mi
generación, no habíamos estudiado para eso y comenzó una emigración hacia
turismo, fincas pecuarias, agrícolas, al extranjero. Décadas después nos
reunimos, gracias a uno de aquellos
colegas, gerente de turismo bien posicionado en la provincia; cada cual contó
lo que había sido su vida, muy pocos eran profesores; nada que hacer en una profesión en la que
personas como yo, que se graduaron con título de oro, primer expediente,
vanguardia en el componente investigativo, y
luego con una cantidad considerable de diplomados, posgrados y hasta una
maestría en ciencias sociales y pensamiento martiano, no tenían nada que hacer.
Entonces monté Rocinante y cabalgué a otros mundos, tras la aventura quimérica
del saber razonado, lúcido. Quise volver a ser profesor, pero la vida me dio
lecturas, experiencias y comprendí que no era posible. Me hubiera gustado ser
un Tagore, alguien con la barba muy larga, un señor respetado, con una pequeña
academia, donde las padres mandaran a sus hijos a aprender cívica de la
comunidad e historia de su barrio; un
ser que enseñara las asignaturas básicas de un plan de estudios nacional,
acompañado de los mejores profesores de su
pueblo. Ya ese sueño lo he olvidado; al
interactuar con los muchachos de nuestro tiempo, aprecio que muchos se empeñan en decir que todo está bien,
cuando en verdad, nos hace falta una campaña de alfabetización en valores, un
cambio de aire, para tal vez, devolver al maestro, al profesor, a aquel
pedestal, donde antes lo tuvimos, como alguien inmensamente grande que
queríamos imitar.