jueves, 24 de diciembre de 2009

Cubano de a pie

Y es que ser un “Cubano de a pie” es un honor, pues este tipo de persona vive modestamente; sus comidas, muy típicas por cierto, tienen en la harina de maíz con leche, el arroz blanco, el potaje de frijoles negros, el huevo frito y algunas raciones de carne de puerco a la semana, su principal menú.

Por Arnoldo Fernández Verdecia. arnoldo@gritodebaire.icrt.cu

En el cubaneo popular la frase “Cubano de a pie” alude a la persona que se mueve físicamente por sus propios medios; pero también es una referencia al individuo sencillo que construye honestamente su vida, sin apelar a elementos propios de la desintegración social como el robo, la corrupción administrativa o la criminalidad.

Pero en la frase “Cubano de a pie” se ocultan otros sentidos interesantes para comprender el cubaneo del siglo XXI, pues es un tipo de clasificación moral para diferenciarse de los que montan carros asignados por el Estado y no los utilizan con fines altruistas y sociales sino personales.

Si nos adentramos aún más en la profundidad de la frase, está más que claro que se trata de una persona que vive del fruto de su trabajo, sin necesidad de desviar con fines de lucro bienes que no le pertenecen. No olvidar al cubano José Martí cuando dijo: “…el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero”.

Y es que ser un “Cubano de a pie” es un honor, pues este tipo de persona vive modestamente; sus comidas, muy típicas por cierto, tienen en la harina de maíz con leche, el arroz blanco, el potaje de frijoles negros, el huevo frito y algunas raciones de carne de puerco a la semana, su principal menú.

No es adicto a la bebida, pues generalmente son muy caras y de una calidad pésima, que recuerda mucho la frase: “al lechero no lo cogieron por echarle agua a la leche, sino por la lengua”.

Siempre recuerdo al escritor de estos predios, que en el preámbulo a su primer libro escribió: “Esta es la obra de un cubano de a pie, que intenta perdurar en la ciudad letrada desde un municipio laberíntico”. No hace falta la argumentación, pues se trata de un hombre sencillo que pretende trascender su mundo desde el conocimiento, en clara alusión a la mítica frase: “El conocimiento es poder”.

Sirvan estas breves líneas de homenaje al “Cubano de a pie”, que vive el día a día sin saber lo que ocurrirá mañana; no tiene planes ambiciosos para el futuro, y solo se conforma con el escaso patrimonio que decora su casa, donde no faltan los retratos de Fidel Castro y Ernesto Guevara, máximos íconos de su vida terrenal.

Fotografía: Cubanos de a pie.

sábado, 19 de diciembre de 2009

José Lezama Lima y los motivos de la ciudad

Por Ismael Fuentes (Profesor universitario)

La obsesión de José Lezama Lima por la ciudad, específicamente La Habana, revela no pocas claves para poder comprender algunas zonas de su poética.

La ciudad emerge en su obra como motivo estructurador de sus propias fabulaciones, su intención es darnos audazmente los argumentos que sitúan al hombre dentro de su propia unidad de creación, en la que cada parte encuentra su justificación de trascendencia, perspectiva que lo aleja, un tanto, de la mirada irracional de algunos escritores modernistas, que para éstos la ciudad fue más bien el centro generador del spleen, el espacio en que se frustraban muchos de los ideales humanos, por fuerza de una materialidad enajenante habían concluido que Ícaro no merecía segundas oportunidades.

Si nos ajustamos entonces, al juego que ciertas vivencias personales dejan como pautas interpretativas, obtendríamos algunos dividendos críticos.

Al abrir el círculo hacia episodios puntuales de su propio nacimiento nos encontramos que, tal vez, aquello de nacer en un campamento militar, y por la posterior identificación de la ciudad con un elemento natural, -en este caso, con el agua-, se convertiría en un importante núcleo de reflexión en torno al suceso poético.

El nacimiento en el Campamento Militar de Columbia cobra visos de signación homérica, pareciera que con él se nos anunciaba el comienzo de nuestra mayor epopeya en materia de poesía, había nacido, Urbi et Orbe, el rapsoda de la imaginación, como en aquellos pasajes de la Ilíada, en que la gravitación del campamento militar hacía que la vida alcanzara el pathos de la desmesura.

El valor de distanciamiento, esa demarcación con respecto al resto de la urbe impregnó su propia visión creadora, un condicionamiento de paisaje, la ideación de un centro de privilegio sensorial, -que Juan Ramón Jiménez-, y el propio poeta atribuían a la condición de isla.

En la ciudad reconoce Lezama la confluencia e irradiación de las imágenes posibles, valdría la pena, entonces, reconstruir el itinerario de tal significación, una especie de cartografía poética, pues en él armonizan perfectamente la ciudad tibetana con la griega, y cuyos analíticos no quedan como simple voluntarismo floral, sino que constantemente desafían al encuentro de su múltiples sentidos, al emplazamiento de sus lógicas culturales y poéticas.

De manera que, si en una predomina lo concéntrico, -no en sentido de cierre- sino de giro, circunvalación, en el sentido de las agujas del reloj, la otra se abre, -como la famosa Tebas, con sus cien puertas-, a la irradiación o a la confluencia, y ambas se verifican en una nueva concepción, cuya existencia él sitúa de seguro en nuestra isla.

Sin embargo, en Lezama aparece como un descentre constante, empuje de la fuerza creadora de la imagen, su avidez por las formas lo deja caer en constantes sorpresas, en la que no gusta dejar migajas, cada fragmento se constituye en posibilidad creadora, en dilatación para los sentidos.

La peculiar manera de enfrentar la ciudad le exigía múltiples posicionamientos. Si el campamento le dio la visión por escorzo, las consecuencias del método habría que buscarlas en lo liminal, en esa zona de no pertenencia, en esa u-tópica, de un no estar siendo, porque para él, el seguir siendo en las cosas se trueca en ubi-cuidad, esta idea, -a mi modo de ver- pudiera darnos algunas líneas de descifre.

A su obra, pudiéramos decir, la atraviesa una oscilación, quizás, pendular, entre la trasfiguración y la trasmutación, por un lado, el cambio, la serie que transfigura una misma cosa, en que lo que permanece se sumerge para dar paso a sus posibilidades formales, aparenciales, en esta vía lo que permanece se mantiene por fuerza de la intuición, en la contención de una certeza, en cambio, el fiel de la trasmutación nos da los oros a partir de materias más innobles, búsqueda de la cualidad suprema, con olvido de la escala, y que al final se arroja sobre las ruinas. En carta enviada a Fina García Marruz pregunta ¿Cómo irse de la figura sin destruirla?, o sea, el poeta no permanece ajeno a su problemática metafísica, planteándose una manera resolutiva de conciliar ambas posiciones.

El interés de los pueblos por sus enclaves geográficos, por delinear sus contornos arquitectónicos, por desentrañar la fuerza de cohesión de una misma unidad de convivencia marca una tradición antiquísima y diversa.

Su revisión y asimilación formó parte también del fabulario de nuestro poeta, siempre con ese modo tan peculiar de incorporar, creativamente, lecturas disímiles.

En tal sentido cabe señalar algo a lo que me he referido en otros trabajos sobre Lezama, es decir, la dimensión antropológica que tiene su obra, al aprovechamiento que hizo no sólo de la literatura, o la filosofía, sino también de los importantes relatos dejados por viajeros, etnógrafos, o etnólogos. Lo cual no deja de ser un hecho inédito en nuestra tradición literaria.

El interés prestado por los estudios en ciencias sociales lo corrobora Manuel Moreno Fraginals, quien, -a su regreso a Cuba en 1949-, al ser nombrado subdirector de la Biblioteca Nacional, le permitió acceder a títulos del fondo bibliográfico que no estaban clasificados. En su Preludio a las Eras Imaginarias Lezama se refiere a algunas de esas leyendas en que poesía e historia se entrecruzan, como aquella, -relatada por James Frazer en su Rama Dorada-, donde en China, un pueblo, cuyo contorno rememoraba la forma de una red de pescar sometía a otro por tener la forma de un pez, hasta que este último encontró la forma de emanciparse, construyendo un pagoda altísima que impedía que el “pueblo-red” los siguiera sometiendo.

La taxonomía que establecieron en Cuba los grupos de origen africano ostenta, igualmente su inventario imaginativo, recogido en buena parte por los cuestionarios de Lydia Cabrera. Lezama, que conocía bien la obra de la etnógrafa, sobre todo libro El Monte y los Cuentos de los Negros de Cuba, extrajo de ellos admirables relatos para incorporarlos a su imaginería poética.

Tanto es así que varias veces se refirió a La Habana como una ciudad líquida, y esas mismas resonancias la vamos a encontrar en la concepción bantú de los grupos africanos o afrocubanos asentados en la isla, para ellos La Habana representa la ‘tierra de agua’, y que en lengua kikonga equivale a kuna nlango, así también para referirse a su antípoda, Santiago de Cuba acuñaron el término kuna nfinda, o ´tierra de fuego´.

Estos contenidos culturales contribuyen a ampliar el campo de significaciones metafóricas, sustantivación que toma el poeta a partir de una concepción morfológica de la cultura, -tomada, lo más seguro, de los trabajos del etnólogo alemán León Frobenius-, quien dedujo la existencia de un origen cultural común, estableciendo las llamadas áreas culturales, es decir, grupos humanos ubicados en zonas geográficas distantes podrían compartir iguales patrones culturales. De ahí que la noción de confluencia en Lezama tenga ese alcance cultural.

Sin embargo, aun cuando el análisis de tales contenidos nos circunscriba al ámbito de la cultura, éstos lo siguen siendo en su aspecto más externo, pues en realidad su objetivo es ser tributarios del análisis del fenómeno poético, a la intención por legitimar a la poesía en todos lo sustratos de la producción espiritual del hombre, en su proceso instituyente.

Pero fue dentro la cultura griega donde Lezama Lima encontró, su principal encuadre gnoseológico, no solo por lo que importaba de tradición para Occidente, sino por las propias posibilidades especulativas. La importancia dada en esta cultura a la forma, en su fuerza como manifestación de lo exterior, se erigía en concertación racional a la vez que sensorial, y por tanto en premisa valedera también para la poesía, en su propio condicionamiento. Así, los círculos de recorrido en la ciudad tibetana se aclaran en su teocracia ascendente, ciudad para el espíritu y no para el cuerpo, ¿acaso la escasez de oxígeno en esas alturas no condiciona su carácter circular?

Dentro de ese juego de condicionamientos e indeterminaciones gustaba situarse Lezama. Por tanto, si bien el atributo de líquida a la ciudad de La Habana se dimensiona en su alusión al patronato de Yemayá o de Olokun, es en la búsqueda de la unidad en lo diverso, -a través de un elemento natural-, donde encuentra sus mayores posibilidades metafísicas, -tal y como lo hizo Tales en la antigua Grecia-.

La presencia del agua como trasfondo de permanencia garantizaba la unidad, un homogéneo de probidad a la unidad, pero no solo esto, el elemento agua muestra otra arista importante: en su obra el poeta se refiere muchas veces a lo “madreporario”, a cierta condición placentaria en diferentes niveles, generadora de las cosas o de los acontecimientos, una preocupación por los procesos formativos, por el detalle embriogénico, en lo amniótico pertinaz.

El agua, por tanto, es para él sustancia abstracta, vuelta sobre sí en lo que envuelve y diluye, pero también la que engendra y robustece. Atributos que hacen de aquella ciudad no el espacio donde se sacrifica la personalidad del individuo sino donde, -a expensas de una vitalidad renovada-, se abre a su realización espiritual, en la que el poeta, contra la sequedad de lo pasajero, se señorea, cada diciembre, en grueso rocío.

Fotografía: José Lezama Lima, poeta y narrador cubano nacido el 19 de diciembre de 1910.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Canela para un Fénix

Por Ismael Fuentes Elías (Profesor universitario)

Cuando cursaba estudios de medicina a finales de los años ochenta en la ciudad de Santiago de Cuba, en una tarde memorable, tuve la sorpresa de descubrir uno de los misterios que hacen de esta ciudad el alfa y el omega de un recorrido, me refiero a su librería Renacimiento.


Una librería situada en la conocida calle Enramada, con los grises y los pátinas del tiempo fijado, sin pretensión monumental, más bien estrecha, íntima y maternal, brindando refugio a los caminantes y curiosos, que fatigados por la luz y el calor, recorrían sus mesas y estanterías, palpando aquellos ejemplares tostados y olorosos, ese olor de resguardo que evoca antiguas realizaciones espirituales, soledades refugiadas en la tinta de una dedicatoria estacional: Para Amalia, invierno de 1936, o en las letras de editoriales argentinas, chilenas o mexicanas, ya olvidadas, o de encuadernaciones hechas con piel, testimonio de épocas en que la carne igualaba el libro al hombre, sin resentimientos de perdurabilidad, única validez de la creación, no reconocer la sustancia para que la muerte sea simultánea, sin sobrevivientes orgullosos.

Aquella tarde fue el inicio de obligadas visitas semanales, en ese tiempo me conformaba con la sorpresa del hallazgo, recuerdo que compraba los libros por los títulos, me dejaba llevar por esa magia de las letras, así me hice de los primeros libros de J.K. Huysmann, con títulos de aparente intrascendencia, que te alejaban para luego remontarte a universos insospechados, Rada, Mochila al hombro, En familia, entre otros.

Luego vinieron muchos más, de filosofía, ciencia, arte, pero sobre todo de literatura, cada semana era una fiesta, recuerdo que del dinero que podían darme mis padres siempre dejaba reservado una parte, -cuando no la mayor -, para las compras de libros.

Siempre hacia el recorrido a pie, desde la Facultad hasta el centro de la ciudad, unos cuatros kilómetros, bajo el sol y resistiendo las tentaciones de comprar algún refrigerio para la sed. Sin embargo, ésta desaparecía con tan solo entrar y con los saludos del librero, conocido por los habituales como Pepín, aquel hombre permanecía al fondo del local, revisando, tasando, siempre entre libros, con una sonrisa tímida, como en un verdadero taller renacentista.

Más tarde conocí que gracias a su gestión la librería mantenía su exquisita oferta, y a precios asequibles para todos, aún me parece estar viéndolo recargar los estantes y yo en asecho de las nuevas ganancias.

La librería fue un espacio para la amistad y los encuentros con otros lectores asiduos. No puedo dejar de mencionar al poeta Reinaldo García Blanco, debo a él muchas de las importantes lecturas realizadas en esos años, siempre se las agenció para sorprenderme. Su labor de promotor de lecturas pesa sobre muchos de los escritores e intelectuales que le visitaban, la mayoría de ellos estudiantes de letras o de medicina que por resonancias orales iban a buscar la orientación o a llevarle algún poema o narración. Todo esto bajo el auspicio de los Mirándola y de los Erasmos, que giraban como astros en órbitas de luz y color, infinita presencia del suceso épico, participación en el hecho común, cuando se avanza en un mismo cuerpo de fuerza redentora.

Hoy, 14 de diciembre -cuando el sector cultural se resuelve entre vítores y agasajos-, se cumple casi un año del cierre de esta librería como consecuencia de la indolencia burocrática de algunos ejecutores, brecha dejada para los demonios de la cultura, en asecho siempre cuando ha faltado la oración y el agua del Jordán que les cierre el paso.

No hay razones. Ni siquiera la argumentación postmoderna de la muerte del libro sobrenadando en la lengua de algunos funcionarios, que en su despiste llegaron a conocer al ratón por el mouse.

¿De qué se habla entonces cuando se dictan resoluciones para proteger el patrimonio nacional? ¿Es que acaso los libros irán a parar a los infiernillos de algunos libreros cuyos intereses están puestos no precisamente en el número de páginas? Esperemos no sea una de las tantas derivas de la que luego tengamos que recuperarnos con golpecitos en los hombros.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Una mujer radio

Adelis respira sensibilidad en la práctica radial, al extremo de mostrarse inconforme muchas veces con el resultado final de su trabajo, toque singular que destaca su aspiración a la excelencia, hecho que muchas veces le gana cuestionamientos y malas interpretaciones que supera con su labor.

Por Arnoldo Fernández Verdecia. arnoldo@gritodebaire.icrt.cu

Llegué hasta la emisora Radio Grito de Baire atraído por las historias contadas, por una de las personas más comprometidas con el referido medio, Adelis del Toro Corrales, una flor, que al decir de la actriz Ana Nora Calaza, desgrana sensibilidad al dirigir y actuar en el dramatizado infantil Polichinela.

Muchas veces me pregunté sobre la versatilidad de esta actriz y directora de programas de radio, pues siempre sorprendía al oyente con las propuestas que día a día concebía para sus espacios. Encontré algunas respuestas, que hoy quiero poner a consideración de los internautas.

Primero que todo, Adelis respira sensibilidad en la práctica radial, al extremo de mostrarse inconforme muchas veces con el resultado final de su trabajo, toque singular dado por su aspiración a la excelencia, hecho que muchas veces le gana cuestionamientos y malas interpretaciones superadas con su labor.

En esta radialista hay un gran conocimiento del medio, aspecto que le permite dirigir una revista informativa, hacer locución, actuar e incursionar en el periodismo, facetas muy difíciles para moverse en ellas y hacerlo con dignidad.

Lo cierto es que muchos niños esperan cada domingo su personaje Naranjina de los Azahares, en el dramatizado Polichinela, o a la voz íntima del programa De Liga Grande, los sábados, que le dice al contramaestrense adulto las cosas que lo hacen sentir vivo, desde una música del recuerdo, un juego de participación, hasta un exquisito poema de factura romántica.

Y es que Adelis es una pasional de la radio, disfruta su trabajo y no se le puede imaginar en otra labor que no sea esa. Es una mujer radio, si es que se puede aceptar una metáfora de tan profunda dimensión, para referirse a su calidad profesional.

Sirva esta breve semblanza de reconocimiento a su trabajo en el aniversario XX de la fundación de Radio Grito de Baire, a celebrarse el 24 de febrero de 2010.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Juan Fajardo Vega. El último de los mambises cubanos

Juan Fajardo Vega: “Cada vez que la Patria ha estado en peligro, he dejado mis oficios y me he puesto al servicio de su defensa y cuando volvía la paz, de nuevo a mis oficios. ¡Nada de estar viviendo de la Patria!”.
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com 

Juan Fajardo Vega, el último de los mambises cubanos, un hombre que mereció la gloria, a pesar de morir en un oscuro rincón del oriente cubano, lejos de La Habana y Santiago, las ciudades más importantes de Cuba. Había nacido el 15 de agosto de 1881, en el poblado de Contramaestre, actual provincia de Santiago de Cuba, formando parte de una familia pobre, sustentada en las labores agrícolas.

Este hombre de mirada humilde, tuvo la suerte de compartir la lucha con figuras como el general Saturnino Lora, del que confiesa: “me impresionó tanto, que aunque después pude contemplar al gran general Antonio Maceo, la imagen que guardo mejor y con más detalles es la de Lora montando aquella yegua rocín, cuando me conducen a su presencia y me enseñan como un candidato guerrero”.

Siendo apenas un niño, unos catorce o quince años, se lanza a la guerra contra España, convencido de que el único camino es la libertad y la independencia de Cuba por encima de cualquier ambición personal: “En un libro importante de Carlos Roloff, estaba anotado que yo, Juan Fajardo, con el número 20992, ingresé en la guerra con el grado rasante de soldado”.

“Lo que hicieron fue darme enseguida tareas de armero. Reparar carabinas, fusiles, escopetas. Yo en la guerra fui ayudante de armero”.

En los años de la República Neocolonial tiene vivencias que lo marcan, entre las que se cuentan la Guerrita de la Chambelona, un hecho que pasó a la historia de Cuba, como algo triste, pues cubanos deshonestos se enfrentaron con aspiraciones arribistas de ambos lados.

En La Chambelona, Fajardo Vega estuvo a favor de la libertad de Cuba, sin compromiso de partido alguno, siempre con el honor como escudo y los ideales libertarios como armas.

En las luchas desarrolladas por el Ejército Rebelde liderado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, participó como armero del III Frente Oriental. El triunfo revolucionario del primero de enero de 1959 lo sorprende con la carabina al hombro, ya no es el bisoño mambí que tuvo la desdicha de llevarse a la tumba la última imagen de Antonio Maceo vivo, es un hombre dedicado a las faenas agrícolas, un simple campesino que no escribió libros sobre la guerra como lo hicieran muchos de sus contemporáneos.

Este sencillo hombre de campo se comprometió con la causa de Fidel Castro y es de los que se vincula a las diferentes acciones que emprende la Revolución.

No dejó obra escrita que lo inmortalizara, ni ningún poeta cantó sus glorias. Como hombre anónimo salido de lo más profundo de lo cubano, su misión fue darse a los humildes con los que compartió suerte como uno más, no tuvo grandes hechos de guerra, ni se distinguió por sus hazañas militares, pero sus ojos fueron los últimos que vieron al Ejército Libertador, los últimos que vieron a Antonio Maceo vivo.

Esas razones son más que suficientes para que la Revolución entierre sus restos mortales en el Cacahual, junto al invicto general Antonio Maceo y su joven ayudante Panchito Gómez Toro.

Juan Fajardo Vega es el hombre humilde que dijo ante el tribunal de la historia:

“Cada vez que la Patria ha estado en peligro, he dejado mis oficios y me he puesto al servicio de su defensa y cuando volvía la paz, de nuevo a mis oficios. ¡Nada de estar viviendo de la Patria!”.

sábado, 5 de diciembre de 2009

“Estereotipo o realidad. Apunte sobre complejidad humana y los etiquetajes culturales”

Por May Yudith Serrano Mulet (Profesora universitaria)

Hace ciento veinte años y unos días, un 28 de noviembre de 1889, desde el diario “La Discusión”, un conocido autor cubano saluda con una crónica la edición del libro “El Base Ball en Cuba”. La crónica, breve, sumamente entusiasta y halagüeña, nos habla de “un libro sencillo, empapado de sana alegría y escrito al correr de la pluma, cuyas páginas sirven para desarrugar los ceños más adustos, entreabrir los labios más serios y disipar las brumas melancólicas que difunden en el espíritu las miserias de la vida (…)”

Particularmente, confieso que el deporte es una de mis aficiones menos logradas, pero no deja de resultarme interesante la crónica sobre un libro acerca del baseball a la altura de 1889, hecho que por demás se presenta a nuestros ojos como el discreto anuncio del advenimiento de una pasión deportiva nacional. Y el texto de la crónica es interesante por partida doble, pues si despierta el asombro por el tema, no lo hace menos al saber quién la escribió. Pero, dejemos que el incógnito autor de la crónica nos describa las virtudes del libro en que Benjamín de Céspedes –autor de “El Base Ball en Cuba”- presenta con maestría:

“El entusiasmo de los jóvenes que se escapan de las aulas para ir a la práctica; las figuras de los jugadores, (…) las desavenencias entre los partidarios de distintos clubs; el efecto que produce la concurrencia que asiste al espectáculo; las mil peripecias del juego (…) todo está muy bien presentado en párrafos sencillos, desnudos de galas retóricas y salpicados de chistes originales, (…)”.

El vívido encanto de las páginas del libro resurge en la crónica de “La Discusión”, gracias a la destreza de nuestro cronista:

“Una vez abierto el libro, no se puede soltar de las manos. El chiste culto, ligero y espiritual corre, piquetea y estalla en cada línea, con cualquier pretexto y con pasmosa facilidad ya de una frase cogida al vuelo, ya del incidente dolorosamente cómico, confundiéndose todos en una alegría encantadora y reconfortante a la vez, (…)”

Pero, ¿quién era el cronista decimonónico que tanto se compromete con el tema del base ball?, ¿acaso un joven lleno de energía y rebosante de empuje, dichoso de acompañar las delicias del deporte con el placer de ver reunidas a las beldades habaneras ante el curioso espectáculo?, ¿acaso un maduro padre de familia, complacido por la posibilidad de ver en sus hijos saludables aficionados del deporte?, ¿o tal vez el anciano experimentado que aún cree en la máxima de “mente sana en cuerpo sano”?.

No, nada de eso, si traigo a colación la crónica es precisamente por mi asombro al comprobar que es Casal, el hastiado, el hiperestésico y neurótico Casal, quien tan apasionadamente habla aquí de un libro de deportes. Sí, aunque resulte increíble, el base ball, la alegría que produce en nosotros –notable desde entonces- y el gracejo popular asociado a la anécdota deportiva, hacen las delicias del “pobre” Julián del Casal, del personaje asociado y etiquetado, permanentemente, con el kimono -que imaginamos de un rosa fresa- y el sempiterno abanico; un Casal acosado aún después de su muerte por la sonrisa maliciosa y el desprecio más o menos enfático del ámbito más machista de la sociedad cubana.

Pocos recuerdan mencionar al Casal alegre y compartidor, muchas veces rodeado de amigos, al poeta que salía y entraba –sin hipocresías- de la vida bohemia a contextos tan espirituales y familiares como el de la familia Borrero. Al Casal crítico y valiente que llegó a burlarse en sus escritos de la crema y nata de la “nobleza” que le era contemporánea hasta el punto de tener que abandonar su trabajo. Al que fustigó “el yanquismo en las sociedades contemporáneas”, y al que Antonio Maceo regaló una foto con respetuosa dedicatoria. El Casal de quien puede decirse, casi literalmente, que “murió de risa” en octubre de 1893.

La breve crónica casaliana sobre el deporte nacional nos muestra cómo el ser humano es mucho más complejo que los estereotipos constituidos para representárnoslo en el ámbito de la cultura y la comunicación cotidiana. Va siendo hora de que construyamos esquemas menos simplistas y más acordes con la realidad, cualquiera sea la gravedad que esta alcance.

He ahí la causa primera de estas líneas, que de haber sido tituladas “Casal y El baseball en Cuba”, sin duda habrían provocado, en la mayor parte de los lectores, una irónica sonrisa.

Fotografías:
1. Palmar de Junco.
2. Julián del Casal.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El botero: la nueva balsa del Período Especial

Por Arnoldo Fernández Verdecia. arnoldo@gritodebaire.icrt.cu

Viejos autos de procedencia norteamericana y rusa colorean el transporte particular en Contramaestre; sus propietarios, personas que los habían adquirido antes del triunfo de la Revolución, y profesionales estimulados por su servicio en diferentes facetas de la vida social y económica después de 1959: médicos, abogados y profesores entre muchos otros. En su conjunto, el pueblo los identifica con el nombre de “boteros”.

El significado literal del término botero es patrón de un bote, en clara alusión a un objeto fabricado para surcar las aguas, sea una barca, canoa, lancha, balsa, en fin, todo el tejido de posibles medios que sirvan para la transportación marítima con diferentes fines. En el caso del botero al que hacemos referencia en nuestra estampa, es una persona que se sirve de su vehículo o jeep para transportar pasajeros.

Una parte de ellos se les llaman chóferes de alquiler, pues pagan una patente mensual y obran según las leyes dictadas por el Estado en cuanto a la tarifa de precios y la calidad del servicio. En su conjunto formaron parte hasta 1989 de lo que se conoció con el nombre de ANCHAR, aplicación que en nuestros días está en desuso.

Hoy, los autos de aquellos célebre chóferes como Chuchú, Tití el Pelú y el Burro, entre muchos otros, son conducidos por hijos, nietos y el pasaje no cuesta 50 centavos como lo fue históricamente en el tramo Contramaestre-Baire, sino $5 hasta la 6 de la tarde, después, lo que pueda ofrecer el cliente; el primero, un precio normado oficialmente, pero en la práctica disfuncional, pues la mayoría de los boteros lo ignora.

En tramos más largos, entiéndase Contramaestre-Bayamo, Contramaestre-Santiago, o Contramaestre-Holguín, el precio se dispara y es normal que te cueste de $300 en adelante. Este tipo de servicio generalmente es usado por cubanos americanos de visita en la isla, según ellos, más económico que el ofrecido por el Estado. Es notablemente curioso que personas, procedentes de Estados Unidos y la vieja Europa, recorran las calles del pueblo en viejos ford, cadillas y dodge de la década de 1950.

Pero también están los profesionales que arriendan sus autos rusos y polacos a un precio de $600 o $700 mensuales. El que lo conduce, en calidad de arriendo, con tal de ganar el dinero que debe pagar y el que debe ganar, hace lo imposible. Su procedencia social es diversa, desde un profesor de bachillerato, hasta un médico, o un estudiante universitario... Los autos generalmente son ladas, fiat polacos y moscovich, muy confortables si lo comparamos con los tipos de carros pequeños que circulan en Cuba actualmente.

Todas las personas descritas hasta aquí identifican al botero y prestan un servicio, que en honor a la verdad, debe reconocerse como bueno, pues sus autos tienen confort, técnicamente están buenos y son personas que tratan bien al cliente, aunque el precio del pasaje es extremadamente caro para el obrero de a pie.

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