Por Arnoldo Fernández Verdecia.caracoldeaguaoriente@gmail.com
Hago
el mismo recorrido de todos los días. Busco a los amigos que no están, necesito
hablarles de la vida, las cosas, pero mis amigos están en otra parte, o se han
ido a algún país del mundo, o están muertos, o sencillamente se han
alcoholizado, o ya no son mis amigos.
Hay
una fiebre enorme de huir a cualquier lado, a algún sitio donde se pueda estar
tranquilo, reunir unos kilos y regresar a reunirse con aquellos que una vez
estuvieron, o los que permanecen leales, o con la familia dispersa. Lo ideal es
una playa, un río, o el asado de un puerco en medio de la calle, una finca o
sencillamente donde estar unidos, al menos, en esos instantes fugitivos,
memoriosos, que nos hacen tan felices.
Un
padre ha traído a su niño a Cuba, lo he visto descalzo, metido entre la gente,
lleno de tizne, tomando un café en el lugar de todos, “tiene al cubano en los
genes”, dicen sus cercanos. Así las cosas; la gente está viniendo de cualquier
lugar a buscar a los suyos, a darse una dosis enorme de espiritualidad
compartiendo una cerveza, un plato de comida, caramelos, chicles, lo que ayude
a unir, a dar alegría, a repartir sueños. Casi nunca se habla de política,
porque están muy agotados de lo diario.
La
gente tiene sed de muchas cosas y esos amigos que llegan, traen un espíritu que
vale la pena compartir; son cubanos hasta los genes como el niño tiznado,
cubanos que no traicionaron nunca, que se fueron por mejorar económicamente,
deportistas, artistas, gente que hoy tiene mucho que darle a sus hermanos de la
isla. Merecen volver, ser llamados
también ciudadanos en la nueva Constitución.
Sólo
con esos amigos puede uno creer posible montar una bicicleta de agua en
Varadero, o contemplar el azul del mar, las arenas blancas, los placeres de un
capitalismo que una vez llamamos brutal y nos acompaña hoy disfrazado de oveja.
Ahora hacen falta esa gente que está afuera, para darnos esos días de asueto, “mi
familia carajo”, dice un viejo octogenario, “hasta campos de golf para ricos
están floreciendo, imagino, dice-, que eso tampoco es para los cubanos de adentro como yo, porque con qué
bolsillo entrar allí".
Las
grandes ciudades embellecen, los pueblos pequeños siguen con el mismo
maquillaje de sus inicios. Las ciudades grandes viven de los pueblos pequeños. No
hay manera de cambiarlo. ¿Con qué poder?
Vivo
en un pueblo que sus creadores llamaron “Mesopotamia oriental”, tierra entre los ríos Cautillo, Jiguaní y
Contramaestre, donde cualquier semilla era fruto de la noche a la mañana y el
ganado se esparcía silvestre. De aquella Mesopotamia solo queda el recuerdo,
quizás el espíritu.
La
gente que viene busca el pueblo bello, el de sus recuerdos, algunos quieren
fundar, invertir, pero no hay manera de hacerlo. Lo que una vez José Martí
llamó “crucero del mundo”, es una metáfora inalcanzable. Pensar que en mi
pueblo hubo libaneses como Isaías y Erasme Tarabay que crearon hoteles
identificados con sus apellidos; emigrantes asturianos como Carnero, que
también lo hicieron, gente de Murcia, Canarias, Andalucía…Todo lo que habla del
Contramaestre que somos, tiene un fuerte componente de riquezas venidas o
creadas por emigrantes…
El
regreso a casa, día por día, me pone muy sentimental, pienso en los viejos amigos,
¿dónde estarán ahora?, ¿en qué mares del mundo?, ¿en cuáles pueblos?, ¿qué
familias fundaron?, ¿qué huella dejaron en la vida? Mis dudas me lastiman, como
mismo lastiman a muchos que una vez fueron amigos y hoy no lo son; pero Pablo
me asiste y cantamos, como lo hacen todos los que vuelven y encuentran a su
gente: “¿Dónde estarán los amigos de ayer? (…) ¿Dónde andarán mi casa y su
lugar, mi carro de jugar, mi calle de correr? ¿Dónde andarán la prima que me
amó, el rincón que escondió mis secretos de ayer? Cuánto gané, cuánto perdí,
cuánto de niño pedí, cuánto de grande logré. ¿Qué es lo que me ha hecho feliz?
¿Qué cosa me ha de doler?”.
Por Arnoldo Fernández Verdecia.caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
Mi padre arrastra sus pasos, debe ir junto a su mujer
enferma en el extremo más oriental de Cuba, Guantánamo. Más de cuarenta años de
matrimonio los hacen una pareja inseparable. Me duele verlo así, con esos ojos posados
en el infinito.
Duerme poco y mal. Siente nostalgia de los amigos del
barrio; no quiere separarse de olores familiares, la sombra del cafetal, las
gallinas; pero sabe que debe irse a cuidar a su esposa, aunque un hormigueo en
el estómago recuerde que la patria chica sigue acá, junto al laberinto
cotidiano que recorren sus pasos; el
trago de ron para levantar el día, la solidaridad de los vecinos, siempre
prestos a compartir palabras por encima de los límites que separan las
viviendas.
Mi padre es querido por todos, -no debe tener enemigos-,
creo imposible pensar a un hombre como él rodeado de fieras sedientas de venganza.
Recorre el pueblo ida y vuelta con la mano extendida para todos, incluso saluda
a aquellos que alguna vez le hicieron mal.
A mirarlo en su andar encorvado, intento un paralelo
con algún personaje de la historia universal, y creo no ser vanidoso si lo
comparo con el apóstol Pablo. Habla lengua humana, se da al otro sin esperar
nada a cambio, protege al vulnerable, ofrece la mejilla ante la rabia. En
palabras de Pablo: “…es paciente, es bondadoso;… no tiene
envidia;… no es jactancioso, no es arrogante; no se porta
indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido…”
Mi evocación termina con palabras sagradas: “Esto,
hermanos, lo he aplicado en sentido figurado a mí mismo y a Apolo por amor a
vosotros, para que en nosotros aprendáis a no sobrepasar lo que está escrito,
para que ninguno de vosotros se vuelva arrogante a favor del uno contra el otro”.
Con la imagen de mi padre en la frente, intento el
camino del Peregrino, pero todavía tengo animales en el alma, para merecer
estar a su lado en esta cruzada a favor del verdadero AMOR.
Ramón agarró la guitarra y empezó a versionar a su modo
la Nueva Trova, donde no faltaron canciones de Silvio y Pablo; pero
tampoco de la autoría de amigos cercanos de la vida cotidiana.
Por Arnoldo Fernández Verdecia.arnoldo@gritodebaire.icrt.cu
Quién dice que todo está perdido, que la juventud es un mundo aparte y el futuro no interesa. Mientras queden jóvenes como el trovador Ramón David, y el poeta Ernesto Andrés de la Fe (Lezama), es posible negar esas retóricas de las generaciones viejas.
Todo tiempo futuro pertenece a las generaciones nuevas, lógico, no dejan de arrastrar a su paso, manías y defectos de sus padres, pero siempre tendrán otros ojos para construir e imaginar una sociedad que se parezca a sus intereses.
Es cierto que la trova y la poesía es asunto de pocos, que un concierto de Eduardo Sosa en Contramaestre sólo convoca a 200 personas, y una lectura de poemas tiene a siete o diez personas como máximo en el auditorio. Pero con esos 200 y esas siete o diez, se puede hacer una revolución del entendimiento, y sacudir la inercia y abulia que padecen muchos en tiempos de carencias, donde no faltan, por supuesto, las espirituales.
Lezama con el ordenador a cuestas sopló poemas profundos.
Con Ramón David y Lezama se puede llegar a mucha gente y mejorarla. Eso lo corroboré ayer en la tarde, cuando un calor sofocante nos invadía y estábamos en la librería de la ciudad donde vivo sin nada qué hacer; de momento Ramón agarró la guitarra y empezó a versionar a su modo la Nueva Trova, donde no faltaron canciones de Silvio y Pablo; pero tampoco de la autoría de amigos cercanos de la vida cotidiana. Lezama con el ordenador a cuestas sopló poemas profundos de la sociedad que habitamos, necesitada de cambios de fondo y no de superficie.
Quién dice que todo está perdido, dice Fito en su canción, siempre hay jóvenes dispuestos a ofrecer su corazón, más allá de la pseudo-cultura con que muchos llenan sus estómagos espirituales, aunque sea con tonterías que mueven el cuerpo y niegan la digestión de un mundo mejor.
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